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#OPINIÓN: Temporada de lluvias. Calcas y pegatinas

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Por Mtro. Pedro Bermudez Solís

Desde muy joven me enseñaron a trabajar. El trabajo es un hábito que debe de ser ilustrado con ejemplos vivos en todos los seres humanos. Consiste en algo muy simple, depositar la semilla de la responsabilidad en el aprendiz, permitir que los imberbes sujetos se hagan responsables de esas simientes y dejar que esa combinación natural germine.

Desde temprana edad tomaba las llaves de la cortina colosal del negocio para comenzar el turno vespertino. Para aquellos ayeres se tenía la costumbre preciosa de cerrar al medio día para ir a almorzar. De una a cuatro era nuestro hermosísimo descanso para la siesta. Justo en punto de las tres y media de la tarde, en esa hora nona cuando la digestión nos dejaba adormilados, teníamos que reanudar de nuevo la jornada.

Gracias al cielo que crecí en la ciudad. No me imagino en el campo, ni en el monte, ni en la sierra ¿Podría Dios acaso influir en nuestro destino prenatal? Seguramente que sí. La asignación de Dios a estas latitudes se manifestaba mejor, cuando en nuestro cerebro aparecía la idea de bañarse, arreglarse, vestirse y acudir a la encomienda laboral vespertina. Noble oficio de la fotografía.

Lo llevaba en mi sangre, tercera generación de fotógrafos. Sin duda eso ha hecho la vida como trozos de imágenes en mi mirilla derecha. A cada instante es como tomar fotografías que sólo se guardan en la mente, pero que dejan la sensación de haber abrigado un excelente pasaje de esta existencia. En fin que mi ojo derecho necesitó más aumento que el izquierdo, cuando de glasses actuales hablamos. El pasado nos alcanzó con creces.

Solía tenderme en el piso, de cara al televisor a una cuantas pulgadas de los mosaicos frescos y acogedores de la cocina. Ululaba la calma de siete hermanos que seguramente también recibían las primicias de Morfeo. La siesta era algo tan bueno y deseado como el piso fresco era profundo y delicioso. Es fácil poner adjetivos a lo que bien se conoce. Las ondas delta de nuestro hercúleo cerebro, se oían en nuestras sienes.

¡Ya eran las tres y media de la tarde! Como una saeta me incorporaba en dos pies, lanzado por una ballesta llamaba responsabilidad. Abría mi cajón de ropa adornado con aquellas figuritas de los mundiales de futbol y me disponía a laborar. Imágenes de los diferentes equipos de participaron en el mundial de Argentina ‘78. Sobresalía el scudetto de Italia, el escudo de Argentina y por su puesto el tricolor de México. De aquellos ratones verdes asustados de los cuales sólo queda una reminiscencia. La peor participación de México en un mundial.

Hace poco recaía en el intento de abrir de nuevo el cajón ese. Era insólito que las historias de las figuritas pegadas en él ya habían sido desenredadas en el presente para mis hijos. Ellos me cuestionaron por historias memorables, de aquel día cuando Argentina se hizo campeón del mundo. Mientras nosotros, los niños viejos de la casa, hacíamos tremendo escándalo con unas latas de leche nido alabando al Dios ChaaK. En una guajira habanera inventamos un vocablo ¡campeonil!

En esos días de la infancia, uno no distinguía colores ni equipos. Oía vagamente un reclamo de entre los más veteranos por un México desdibujado y pobre (acaso ha cambiado el panorama). En el alma uno se identificaba plenamente con la victoria. Victoria que dio pie a más figuritas y pegatinas en mi cajón. Ya para entonces fueron difíciles conseguir figuritas del Mundial del ’78, pero el ánimo desbocado hizo que campearan al frente del cajón, toda clase de adhesivos que emulaban a personajes más aztecas como Ron Damón, el Chavo y Kiko.

Hay quien alegaba que Kiko era mejor que el Chavo y que por eso lo habían sacado del programa de los lunes. Las elocuentes explicaciones de los ilustrados televisivos se centraban en una sana crítica, Kiko era capaz de reírse de sí mismo. Baloncitos, calendarios, Muñequitos de “Amor Es …” Clarividencias de un futuro grandilocuente en la portada de mi cajón de ropa.

En eso el agua en chorro de aquella regadera oxidada caía con lluvia del ’78. El matador Kempes era el héroe de Argentina, sin Maradonas, sin Batistutas y menos de los Messi. Lo maravilloso era que no sabíamos que a la vuelta de la esquina nos deparaba un futuro extraordinario. El agua caía de la regadera golpeándonos como pepitas de pepino, transparentes, en chorro de cada uno de los orificios insondables en ella. La regadera que una vez al mes, mi hermano mayor limpiaba con nada más ni nada menos que ácido muriático.

El democrático shampoo Vanart corría al parejo del agua dulce del aljibe. Enorme cisterna que el maestro Cimé le construyó a mi padre, con las exactas dimensiones que mi abuelo, el fotógrafo, le había ordenado al maestro albañil. Se entendían perfecto cuales hombres bien “bragaos”. Triada de testosterona bastante elaborada pero puntual en sus comentarios. Las palabras hombrunas no se distinguían si venían de mi padre, de mi abuelo o del maestro Cimé.

Hace poco tiempo me encontré en el centro de salud con el maestro Cimé. Me acerqué a él y le dije: – Usted no me conoce, pero cuando le diga mi apellido sabrá perfectamente de dónde vengo. Tengo el mismo nombre de mi padre y de mi abuelo. – Así fue. Bastó mi apelativo paterno para que al viejo albañil se le rebosaran sus ojos con lágrimas dulces. Como las gotas de pepita de pepino que caían de la regadera.

Sólo a la brava de vez en cuando el flotador se atascaba. No importaba mucho pues con tanta mano de obra barata, o tan ardua concesión como lo era el mantener a siete hijos a la vez, cualquiera de los hermanos, hermanitos y minihermanitos, eran capaces de cambiarlo con bastante holgura. Difícil y fácil todos aprendimos a realizar de todo. Lo mismo cambiamos un flotador, una llave y más tarde hasta llantas de vehículos y aceites de motores.

La grafía de ingeniero mal logrado se me forjó con aquella lata de tulip, que para abrirla sangré de un dedo. Lo rústico de su hechura sólo dejó en mi infancia, el tozudo carácter para respaldar las causas más difíciles y nobles. Las agujas del reloj me indicaron que ya era hora de salir para la fotografía. En punto de las tres y media de la tarde, cuando un aire con olor a tierra mojada proveniente de San Ignacio, caló intensamente mis fosas nasales.

No era una obligación pero si una responsabilidad. Las cosas eran tuyas en la medida que las cuidabas y encausabas para los fines buenos de todo artefacto. Ese día la lluvia caía a cantaros, los truenos resonaban como calderas a punto de explotar. El aguacero se oía en el pasillo con viento y fuerza insospechada. El agua del baño justo jugaba a ser ese silbido que el viento de lluvia trae consigo.

Apareció una enorme mancha gris en el firmamento. Gris oscuro y monumental como si fuera un socavón celestial para no ir a trabajar. La lluvia lo inundó todo, los palos de los pescadores (artes de pesca) pasaban por la puerta de la casa como un verdadero cañaveral de pasiones. El cielo se oscureció iluminándose de vez en vez con claros reflejos de flashazos. Pareciera que Dios nos tomara postales desde el cielo, con aquella cámara gigante que usaba el abuelo.

Ya a punto de salir me di cuenta que mi llave del estudio fotográfico se la había prestado por error a nuestro encargado. Un joven no mayor que yo, que con sus manos diestras y sus ojos viscos era hábil revelando aquellas placas de negativos gelatinosos. Placas que se dividían en cuartos, octavos y dieciseisavos por mera logística.

Tomé mi pequeña motocicleta “Yamaha 50cc negra” y me encomendé a nuestra señora de la Paz, mi patrona de nacimiento. De nuestra señora de la Paz expresaré perpetuamente que ando bien protegido como ahijado de la virgen. Señores del jurado, por otro lado, de la moto “Yamaha 50cc negra noche (a escala deportiva)”, diré poco, pues por su dignidad y facundia merece por sí misma otra historia completita. Los que me conocen pueden ratificar que sí existió y no fue una quimera.

Antes de llegar cerca de casa de nuestro encargado una enorme ola increpó los manubrios de mi moto Yamaha a escala de 50cc, deportiva con la imagen de Repsol y una calca verde de Andalucía. Recordemos que las calcomanías y pegatinas tenían que distribuirse democráticamente entre todas las propiedades. Con mis botas negras de punta cuadrada, geniales antaño, sin casco y con goggles para la vista, con el impermeable amarillo de la Universidad de Monterrey me lancé al universo.

¡Vaya si necesite los goggles y las botas! Un profundo hueco hundió la moto en aguas fuliginosas llegándome hasta el cuello ¡Ahí justo se marcó el temple! Cuando el único pistón de la moto Yamaha 50cc se ahogaba entre el mar de oscurecidas aguas con lukunkaes y aluxes navegando a mi lado. Entre los hongos y enfermedades endémicas; se alcanzó a escuchar una voz tan serena y templada: ¡Te perdono Chaak! – dije.

En ese caldo con olor a ciénaga, en una calle que era un río bronco, la tenacidad llegó a mi vida. La moto y su portador maduraron.

Eran las cuatro en punto de la tarde. La combinación de los lampiños neumáticos con la responsabilidad del trabajo, eclosionaron en binas. La moto a escala con su único pistón valiente (para un solo pasajero… yo) resistió. Con la llave del local en mis bolsillos paladeaba un morrocotudo sol del trópico.

Sólo aquí, cerca del trópico puede ser el clima tan bipolar. El agua evaporada por el sol salía de las dos llantas de mi escala motora perfecta. Con el aire del verano en la cara, incrementando el apuesto acné de aquellos días. En punto de las cuatro de la tarde abrí la cortina del negocio familiar.

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